Estábamos en Borres, pero pronto le cambiamos el nombre por Villamoscas por el increíble número de éstas que había en el albergue. Creo que ni en el pueblo de mi padre, que debe ser uno de los principales productores de moscas del mundo, he llegado a ver tantas. Me imagino que sería porque se trataba de uno de esos pueblos cuya proporción de vacas por habitante debe rondar el 10 a 1.
Allí fue donde empecé a darme cuenta de que cuando las necesidades más básicas quedan cubiertas (en aquel caso, terminar la etapa, comer, lavar la ropa y descansar), todo lo que viene después es un extra, una recompensa. Cada cosa de más por encima de las necesidades más urgentes, por pequeña que sea, es como un regalo capaz de proporcionarnos la felicidad más absoluta.
Una de esas pequeñas cosas fue algo tan simple como la sombra de un árbol. Habíamos escapado del interior del albergue, porque de día las moscas estaban activas y se hacía insoportable estar allí dentro. Varios de los peregrinos bajamos al pequeño prado desde el que veíamos el pueblo y las montañas y lomas más cercanas. El sol, en pleno agosto, apretaba, y aunque el aire era fresco nos obligaba a resguardarnos. Así que allí estábamos, tumbados sobre la hierba, a la sombra de aquel árbol.
Poco a poco, las conversaciones fueron muriendo. Me encontré mirando al cielo a través de las ramas, dejando que algún rayo de luz me diera en la cara cuando se las arreglaba para colarse entre las hojas agitadas por la brisa. El cielo era de ese azul que empieza a virar a tonos oscuros, propio de la media tarde y apenas había algún jirón de nube suelto aquí y allá, como pinceladas sueltas, echadas a desgana.
Cerré los ojos, y entonces caí en la cuenta de que estaba en paz. La sensación había ido llegando poco a poco, como una lenta marea que a cada ola avanza un poco más. No sentía el menor rastro de preocupación, ni ansiedad, ni estrés. No había absolutamente nada que me inquietase. Sólo un bienestar y una calma que no puedo definir sino como felicidad.
No se cuánto duró aquello, y la verdad es que tampoco importa. Sólo se que el mero hecho de recordar aquel momento aún me ayuda meses después a superar los momentos de tensión o los malos tragos por los que estoy pasando últimamente. Cierro los ojos, y recuerdo las ramas y las hojas meciéndose al viento, el azul del cielo, el blanco de las nubes, el verde de la tierra… y sobre todo aquella sensación de estar tan lejos de toda preocupación, tan por encima de toda la mierda del día a día.
Espero no olvidar nunca aquel momento.
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